Un chef
Parte 1.
«Antes era cocinero», suelo decir.
—¿Ah, sí?
—Durante once años, para ser exactos.
—¿Y dónde?
Y ahí paro, titubeo, improviso. Trabajé en tantos locales de mala muerte, baretos donde las cucarachas te trataban de usted, donde eliminar con rigor la capa de grasa o de moho o lavar la carne verde con vinagre, atiborrar de mostaza o melaza o Bovril o salsa Perrins que, en fin, no siento otra cosa que vergüenza.
Once años, así como si tal cosa. Y paso página.
No sé cómo empezó todo. Bueno, sí lo sé: tarjeta del SEPE, dieciocho recién cumplidos, ni oficio ni beneficio y una paternidad incipiente. Sombras arremolinándose y trenzando nudos en la garganta, un cartel de 'Se busca pinche' y toda mi ignorancia sindical lista para brillar. Una oportunidad es una oportunidad. La presión se acumula como los coches en la operación retorno. «Por probar…», me digo, y remato «mi padre fue cocinero». Validación generacional. No sé cómo di por bueno aquel relato inverosímil, aquellas anécdotas falaces, la pantomima del hecho-a-sí-mismo. Eso me pasa por no preguntar. Pero ahí estaba, asintiendo: «mi padre [también] fue cocinero». Y el verbo se hizo carne.
Empecé en la pila, como muchos, fregando las ollas grandes que «la mora» dejaba a un lado, ordenando una trastienda atestada de cristal de botellas rotas y frotando con el nanas espaldas de freidoras que nunca se movieron después de montarse. Años de permiso para que los triglicéridos y las romanas y andaluzas se descompongan, oxiden y polimericen al gusto, formando ese moco hidrofóbico imposible de borrar sin otra cosa que sosa cáustica. Cazos de sosa sin guantes ni educación, suelos empapados de serrín aterronado y otras sustancias prohibidas. Las manos callosas, el pestuzo a fritanga, una nómina exigua y una tristeza naciente. «Niño, eso no vale, a ver si me vas a tener que pagar por trabajar aquí». Y agachaba el mentón como una yegua coqueta.
Y escribo:
Este invierno sin agallas,
este falso desistimiento,
este mundo de in-timidez
y este escapulario de estigmas,
Son todo blasfemias.
Hora y media pelando patatas. Tres horas limpiando boquerones. Cinco horas rellenando wan tun de chipirones. Saludo con tendinopatía. El tiempo se aplasta y se convierte en salarios domiciliados «por seguridad». Meses después ya soy «el mejor con los postres», luego con los guisos. Mastico en silencio ideas que son poemas que ya nunca escribo que son cacofonías que hacen heridas nuevas.
Y un buen día, el bebé, que llegaba, esta vez sí que sí, esta es la buena. Yo estaba con la sartén en la mano: dos huevos fritos para un arroz a la cubana. «Le gustan con puntilla», recuerdo. Menú ligero, chuleta de Ávila de segundo. También podría haber frito el corazón, que casi lo escupo. «A ver si se te van a caer y la vas a liar». «Deja eso, muchacho, venga, cámbiate». No termino de entenderlo. Me podía ir, como un reo al que le han abierto la reja. «¿En serio?».
Pues me voy. Aguardo al bus pellizcado costras y mirando a izquierda y derecha. Diez u once minutos, casi un cuarto de hora de eternidades. Subo y entonces recuerdo que no llevo nada encima, ni tributo ni atributo. «Perdone, pero…». La voz me vibra como una ventana en mitad de una tormenta. «Sube, sube». Alguien me lo paga. «Mira, es que voy a ser padre». «Enhorabuena, alhaja, que salga todo bien». Y todo sale bien. Pero me descompongo y los sabores se diluyen. Hago mouse de limón, cordero en salsa de castañas, ensalada de lentejas.
Día y medio después, apenas dos sacrosantos servicios, vuelvo al almacén donde nadie cambia la bombilla y la oscuridad se bebe los secretos. Y vuelvo a los miedos primigenios, a los tres o cuatro años cuando me he caído de la cama y nadie ayuda a levantarme porque tengo a los padres fumando y bebiendo en la verbena del pueblo. Un ratón se lleva el queso sin tocar el cepo y siguiéndolo encuentro una pila de revistas porno, propiedad del anterior cocinero, el que perdió una falange en la picadora y media oreja en una reyerta de barrio.
Corto en brunoise las últimas ilusiones para deglutir sin atragantarme. Y descubro un nuevo agente ligante, un polímero con los enlaces covalentes más testarudos: el trauma.
Y escribo:
Está sola la sombra.
(No quiso echarse novio en su día).
Lloró a brazada a una pared de ladrillo visto,
se la vio sentada en las horas y en múltiples lugares,
cerraba los ojos y se echaba las manos a la cabeza,
de las uñas colgaban porciones de carne,
su pelo revuelto ya no relucía
y ejecutaba movimientos contorneantes, como de cuerpo descuartizándose.
Definitivamente era un ejemplo de omisión de reglas.
Y decido que ya está bien, hora de pasar página. Hay que ganar dinero y la cocina paga poco y mal, sabré buscármelas. Una vez más, sin oficio ni beneficio, separo alternativas como despetaleando margaritas. Ya tengo un CV. Y salto a lo más precario: peón de fábrica. A producir turrones y chocolates, a pasteurizar gusanos y a escuchar como un lema «sigue así y te hacemos fijo y oficial».
Es noviembre, todavía hace calor y, en un turno de noche que empieza de día y acaba de ídem, los chivatos fotorreceptores están puenteados, desactivados, para que la producción nunca se detenga en plena campaña. No sé si a las tres o las cinco de la madrugada, el brazo izquierdo se me queda atrapado en un sinfín transportador de turtó que avanza y rompe y tritura y descoyunta. El mecánico de guardia duerme. Pasan las horas sin muerte y yo solo pido no morir todavía. Desmontan la maquinaria y al final se me llevan de un hospital a otro distinto para dar con el cirujano adecuado, que también dormía. «Es joven, ya habrá tiempo de cortar».
Primero agujas y clavos, después injertos, perfiles de dolor, perfiles psicológicos, TPEP, años de rehabilitación, de comer macarrones de Caritas, años de llorar sin parar y discutir compulsivamente. Habrá juicios, y sobornos y amenazas y al final «el pez gordo se come al chico, ay hermoso», decía mi abuela. Pero en fin, el sol no para y habrá que poner la mesa. Oposiciones, fundaciones, colaboraciones e inversiones sin versiones ni alternativa. Hago de todo sin hacer de nada y ahí, al fondo, la cocina. Todavía, muchos años después, tallaré frutas para acompañar fuentes de chocolate y el olor de la cobertura me disparará una nausea ineluctable.
Y escribo:
¿Para qué arrepentirse si el cuerpo no rectificará?
... La mente no vestirá de cadáver contigo.
Te notificarán la verdad tarde, tarde,
con suero, oxígeno, sangre, metáforas.
Rotaré al cuarto frío, a la plancha, a las carnes y pescados, de la taberna al restaurante, al hotel, al parador, a diseñar escandallos y cartas ampulosas, a llevar equipos y enseñarlos mientras la nómina sigue diciendo cosas como media jornada, auxiliar de cocina grupo IV, a veces cocinero de primera, jefe de cocina, a organizar eventos para doscientas personas, para quinientas, para mil. A llevar el nombre bordado en la chaquetilla. Y a dejar todo aquello y volver a empezar de cero, a los arroces a banda para cuadrillas de cazadores y las carcamusas para, canturreo, «carcas sin musa».
Apretarse el cinturón era la frase. No estaba gordo, pero me lo llevaba puesto. Uno de mis jefes retrasaba las nóminas. «Está la cosa mal, hay que apretarse el cinturón». Ese mes le compró al mediano, su favorito, un Audio A5 con todos los extras. Por su cumpleaños, que no se cumple todos los días. Ese mes mandó a la pequeña a estudiar inglés a EEUU. Ese mes dice que reforma la carpa para darle un aire más juvenil. Ese mes amontona ya tres meses de nóminas no pagadas. Estallé, después de estallar en casa muchas veces, de discutere y recriminari, el acto de sacudir las palabras y el de distinguir el crimen, de noches sin dormir y hacer cuentas y borrarlas y concluir que no, que no salimos, cariño, algo tendremos que hacer y tienes que hacerlo ya.
Lo rumio durante días, tallo las palabras exactas. «Lo entenderá». He practicado el parlamento, ensayado variables. No puede salir mal —a la décima va la vencida—. Así que planifico el menú, adelanto tareas, justifico hechos contrastados y llamo a la puerta de la oficina con un «por favor, me gustaría hablar contigo, es importante». Mientras regatea excusas, desgrano las sílabas lentas pero sin atender a barreras, como una excavadora de oruga.
—No tenemos para comer.
—Pero si comes aquí.
—Le estás robando la comida a los míos.
—Pues sí que coméis.
Gente sale, gente que iba a entrar ya no lo hace. Los proveedores oyen los gritos y los camareros silban. La familia enmudece.
Al final se lleva la mano a la chaqueta y me tira un fajo de billetes atados con una goma. Botan por el suelo. Quisiera saber cuánto dinero hay exactamente ahí. Después lo sabré, apenas 600 euros, listados para el del marisco. Ni siquiera eran para mí. Antes de salir me agacho, media reverencia, sin dar la espalda, porque quien sirvió y no fue pagado, sirvió para ser burlado. Borracho de endorfinas, la euforia me arruga los párpados. Me siento victorioso por recoger un manojo de papeles muertos, el sudor salado de haber llorado un buen rato. Me hará la vida imposible, torturará cada posibilidad torturable. La más humilde: mandará esconderme los zuecos para que compre otros y para que, al día siguiente, aparezcan los viejos.
Entonces llegan la responsabilidad fatua, los mechones de pelo en el gorro, las jornadas de doce y luego catorce horas, los medios pollos de cocaína, el estocaje secuestrado como método de sumisión coercitiva, las peleas entre compañeros, el insomnio crónico, los terratenientes de copa y puro, los pollos enteros de cocaína, llagas que no curan y el elaborar platos de novísima palatabilidad: aroma a ceniza.
Crezco y sobrevivo. Incorporo el isomalt, la albúmina y el alginato al tomillo, la cúrcuma y la canela. Incorporo adicciones raras y estacionales —bombones de crema, careta adobada, el tiramisú o la dichosa salade verte— que se toman relevo como las canciones de los 40 Principales. Algunas cicatrices de cortes mal curados pintan sonrisas y yo les pongo ojitos así como entornados y me río de lo fácil que es hacer una bearnesa si la has hecho cien veces por lo menos.
Y escribo, ahora en Toledo:
Cientos de manos atadas a correas
El arado que rasca la encía seca
El autobús que transporta al atleta
Noches de mosquitos, moscas y apneasAtardeceres de teja roja, alas muertas
Que un día volaron sobre claustros sagrados
Hasta posarse ante los plaustros dorados
La voz del artista, la luz de las huertasRechina el taladro picando caliza
Y maldice la Julia su espalda torcida
Ataja la bola o dala por perdida
Pero ya no aguardes acero de lizaLa urgencia colapsa un exhausto vendaje
Y la gata se atusa su amable disfraz
A cada cerveza le llega la secuaz
Y a cada Juanelo la esquilma, el pillajeEn el zoco ruedan las hamburguesas
Otra rotonda, otra furibunda mentira
Otra amalgama rígida de risas e ira
Otro accidente de ilustres burguesasNos despedimos casi sin mirarnos
Una moto que grita con voz cerámica
Condena exprés de identidad islámicaY al fin queda, como una coda nubosa
Otra ojeada a esos cielos de rosa
Qué remedio, volveremos a abrazarnos
Apenas conservo fotos de aquellos once años. Una bruma abrumadora, una ensoñación somnolienta, un transitar sin habitar. «Papá, te he visto por la tele». La entrevista en algún canal local por un concurso de tapas que ganamos a costa de esquilmar recursos, de apretar el cinturón, me recuerda que aquello fue verdad. Pero un buen día me cansé. O me aburrí. Un buen amigo me brindó la oportunidad de cambiar, de pasar página, y empezamos a escribir renglones torcidos.
Hoy quien transita la cocina profesional es ella, mi compañera. Da algunos extras, sábados, domingos y fiestas de perder. Le han prometido un contrato, seis veces le han dicho que sí, que mañana te traes el DNI y lo miramos, pero el alta no llega y solo llegan 50 euros por una sartenada de horas en ese horno crematorio sin una buena tabla ni mucho menos taquillas, túnel de lavado o un Rational de convección. Ahora soy yo quien repite como un mantra el «hazte valer que vales mucho» y ella la que arrastra un «no soy yo quien está faltando a su palabra».
Lo hace porque estoy de baja. Y lleno de miedo. No encuentro la salud para aclararme la garganta y hablar sin estallar. Todas las herramientas son cuchillos: la Mirtazapina de 45 para dormir, el Escitalopram para estar optimista y la distancia para no pensar en esa relación tóxica, vertical y hostil que fomentan los expertos en comunicación, en esos «me preocupa mucho» y demás muletas corporativas diseñadas para espolear estados de alerta sin incurrir en mobbing directo. Si al cinturón no le quedan más ojales que apretar siempre será un buen grillete. O un látigo improvisado, como lo usaba mi padre.
Claro que me planteo volver a la cocina. Y volver a pasar página. Con una salvedad: hay una técnica culinaria, la reducción, que consiste en la concentración isotérmica de solutos, mediante la evaporación controlada de la fase líquida. La mezcla resultante ha evaporado lo liviano, ha intensificado sabor y alterado textura; se ha modificado, al fin, para siempre. Hoy vivo en ese nuevo estado. Y jamás volveré a alimentarme del fuego.
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